Mientras esperaban para coger las entradas él se metía el último trozo de algodón de azúcar en la boca. En aquel mar de personas tan agitado, el frío se introducía lentamente en su pequeño cuerpo, pero no era suficiente para esfumar su entusiasmo. No había tenido más remedio que perderse entre esas piernas tan largas para poder observar lo que se encontraba tras las taquillas.

Ante sus ojos brillantes, a escasos metros, una tienda de campaña gigantesca e iluminada guardaba la magia. Nunca había abierto tanto la boca. Una mano conocida agarró la suya y lo sacó del trance. Antes de entrar dentro, con el vello erizado y una amplia sonrisa, volvió su cabeza contento de dejar la oscuridad atrás.
 

Avanzó por el pasillo maravillado. Allí donde miraba había destellos de colores que cegaban y humo rojo salía a los lados del escenario circular. Buscaron sus sitios y ella le sentó en sus rodillas y le rodeó con sus brazos. Una música inicial hacía que los segundos cobrasen misterio y tensión, alimentando su impaciencia y excitación.
Cuando menos lo esperó, un hombre de purpurina y con una pajarita enorme comenzó a hablar. No entendía lo que decía, pero de repente, un caballo negro entró en escena corriendo y empezó a dar vueltas a toda velocidad. El presentador ya había desaparecido y en su lugar, de la nada, un hombre con chistera saltaba desde la zona más alta de la carpa y se montaba en el animal. Acto seguido, éste sacó dos barajas de aquel sombrero tan alto. No sabía muy bien en qué consistía el número, pero en ese instante, como si hubiesen congelado el tiempo un segundo, reyes, picas y corazones se encontraban suspendidos en el aire. Aplaudió emocionado.

Media hora después las manos le dolían. Había visto a un domador meterse en la jaula del león; había visto a personas con pelucas y narices coloradas jugar con fuego, hombres de goma que se doblaban sin esfuerzo y elefantes que se sostenían sobre dos patas. Aquel lugar tenía algo que seducía a los sentidos. Era una realidad alternativa fascinante. Una realidad en la que a la palabra "imposible" se le podía quitar el prefijo, en la que todos reían y disfrutaban. La tristeza no existía.

Pero en ese mismo momento en el que él sonreía de oreja a oreja por aquello, la mujer que lo abrazaba luchaba para no dejar caer las lágrimas de sus ojos. Ella ya no entraba en aquel juego, ya no era envuelta por esa magia. Ya conocía la verdad. Frunció los labios mientras intentaba parar el torrente de imágenes que cruzaba su mente. No quería abrir un puente a su memoria con su hijo delante.

De pronto, todas las luces se apagaron. Las carcajadas de la gente se convirtieron en murmullos de desconcierto y a su vez, las notas arrancadas de un violín transformaron esos susurros en silencio. Algo se movió en lo alto. Dos, tres, cuatro veces. Una sombra danzaba allí arriba. Cuando una luz enfocó la zona, algo blanco descendía por una cuerda lentamente. Aquello parecía un ovillo brillante bajando en medio de la penumbra. Poco a poco, a medida que se acercaba al suelo, la figura redonda parecía despertar. Se movía muy despacio, agitando con suavidad sus extremidades superiores y ocultando su cabeza. Todavía no había llegado abajo cuando ascendió con urgencia y se posó con delicadeza en una de las plataformas. Desplegó sus alas con elegancia, cogió impulso y giró sobre sí misma una y otra vez en el aire hasta llegar al otro trampolín. Repitió la operación pero ahora saltando más alto, mucho más alto. Aquella ave dibujaba en la oscuridad con una precisión pasmosa. Sin embargo, algo no iba bien. Las notas subían en la escala y la inquietud se manifestaba en las respiraciones del público. Él también sentía en su estómago algo, como si un cienpiés recorriese el interior de su barriga.

 
Se detuvo en seco en el trampolín más alto. Al mismo tiempo, una mujer abrazó a su hijo más fuerte y apartó la vista llorando. Él notó el apretón de mamá, pero al igual que los demás, estaba entretenido mirando hacia arriba. La silueta blanca se impulsó nuevamente pero no saltó como antes. Cayó en picado y se estrelló contra el suelo.

Todos se quedaron paralizados. Parecía como si hubiesen recibido una torta similar a las que alguna vez le daba la mujer que continuaba abrazada a él. Era como si algo invisible se hubiese apropiado del sonido y por eso después de aquel golpe seco no se oía nada. No lo entendía. Los malabaristas salieron rápidamente, pero ya era tarde para poner vendas en los ojos. Observó el suelo confuso y recordó la foto del salón. Mamá una vez le dijo que papá sabía volar. Y fue entonces cuando comprendió que aquel ovillo blanco que yacía sobre la arena no era un pájaro, sino una mujer. Y esa mujer, no se movía. 

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