- Duérmete, Schor. Ya ha anochecido
y sabes lo que ocurre si no te ven en tu cama como los demás.
- Es que tengo un problema,
un problema grande, Arik.
- ¿Qué problema es ese?
- Sabes que aquí hay una
ventana y una lámpara vieja – señaló los dos objetos mientras seguía hablando – Bien
pues, me tienen completamente obsesionado.
- No lo entiendo, pequeño – el hombre se
sentó en el camastro junto a él.
- Sí, Arik. Cada noche, vivo con el
pensamiento de que tras ese cristal sucio hay algo increíble que todavía no he
conseguido ver. No puedo quitarme de la cabeza la idea de que exista algo ahí
fuera alucinante, ¿entiendes? Estoy convencido.
- Pero muchacho…– susurraba con
pena.
- Es que eso no es todo, Arik. Esa
lámpara vieja alejada de la ventana también me trae por el mal camino.
- ¿Quieres que la lleve a la otra sala?
- No, no. Me gusta porque ilumina sólo
un recodo de la habitación. Es tenue, envolvente, y
acostumbra a dibujar sombras en el techo y en las
paredes. Además no molesta al resto. Acto seguido de
pulsar el interruptor, siempre emite un pitido muy bajo que
se mantiene en un segundo plano hasta que la vuelvo a apagar y desaparece, ¿sabes?
- ¿Y cuál es el problema
entonces? – Arik seguía sin comprender nada.
- El problema es que, en
ocasiones, aunque en el fondo sé que no es verdad, imagino que
ese tintineo constante es el sonido de luciérnagas jugando a
esconderse en el bosque que hay más allá de la valla.
- Nunca he visto una luciérnaga, ¿qué es?
- Yo tampoco, pero mi madre las vio
cuando la trajeron aquí. Me contó que son bichos voladores que brillan mucho, y que sólo lo hacen por las noches.
El hombre agachó la cabeza y escondió el rostro en la penumbra. No entendía cómo Schor podía soñar dentro de aquella pesadilla.
- Cada noche me imagino entre esa
oscuridad del bosque tumbado boca arriba, observando cómo esas diminutas luces
parpadean sin cesar y pululan de un lado a otro, formando destellos allí donde
pasan. No puedo evitarlo.
El anciano le observaba callado.
- Sé que no lo entiendes, nadie
comprende que me guste mirar el cielo aquí. Pero inténtalo, ¡ya verás!
- No hay nada bonito en este lugar,
Schor. Sólo hay muerte y sufrimiento. No hay lugar para soñar, así que vete a
dormir.
Schor frunció el ceño.
- Sé que es una tontería soñar. Sé que no
sirve para nada, que en cada instante puedo morir. Pero cuando me pongo a dar
vueltas pensando en lo alucinante que sería poder volar, o cuando me quedo
hipnotizado mirando a las nubes bailar allí arriba, los sesenta saltitos por
minuto se detienen y esos relojes que hay aquí en la enfermería se rompen, los
calendarios se quedan sin números, las agendas sin días, sale el Sol, no hay
fronteras, sólo bosque. Y luciérnagas. ¿Lo estás imaginando?
El hombre esbozó una sonrisa.
- Te guste o no, me moriré imaginando
que vuelo con luciérnagas, Arik.
Y allí, en aquel campo de concentración, por primera vez, sentados y embelesados, creyeron que aquel juego de
luces tras el cristal era real, y no un simple sueño.