Pero, ¿no te cansas? Tiene que
ser agotador seguirme a todas partes. No puedes imaginarte lo cansado que estoy
de decirte que te largues. Deja de meterte en mis sueños, ¡cotilla! De retenerme despierto a altas horas de la noche. Y de
aparecer en canciones cutres de radio, de hablar a través de las fotos de la pared y de salir en los días
del calendario.
Que los cafés con hielo y dos
bolas de vainilla eran mejores antes de que tú llegases. Pero no. Me vacilas, y
lo sabes. A veces parece que te vas a ir pero al final nunca acabas
marchándote.
Intenté matarte, ¿sabes? Lo
intenté, de veras. Pero por alguna extraña razón no lo consigo. Es frustrante. Aún
tengo esa costumbre de cruzar la esquina y estar convencido de verte
esperándome en aquel banco como antes. ¿Por qué te empeñas en quedarte?
Yo ya no sé si llamarme loco, o
cuerdo, o paranoico, o simplemente llamarme. Sólo quiero que te vayas. Han
pasado ya ocho meses y yo todavía sigo viviendo aquel noviembre. Una y otra
vez. Por favor, vete. Hace frío, y aún pienso que eres tú sin avisar que viene a recorrer mi
espalda con las yemas de tus dedos, pero al final sólo son delirios. Que te vayas. Hasta
el reloj me lo dice. Siempre que miro, siempre son las cuatro y siete.
Cuatro y siete. Y tú. Siempre tú. Maldito recuerdo, ¡deja de acosarme! Ella ya se fue, y ahora yo sólo quiero que tú también te marches.